26 jun 2007
El amor en los tiempos del cólera
[...] Florentino Ariza se inclinó sobre su hombro ara leer lo que escribía. Ella se turbó con si calor de hombre, su aliento entrecortado, el perfume de su ropa, que era el mismo de su almohada. Ya no era la niña recién, llegada que él desnudaba pieza por pieza con engañifas de bebé: primero estos zapatitos para el osito, después esta camiseta para el perrito, después estos calzoncitos de flores para el conejito, y ahora un besito en la cuquita rica de su papá. No: ahora era una mujer hecha y derecha a la que le gustaba llevar la iniciativa. Siguió escribiendo con un solo dedo de la mano derecha, y con la izquierda buscó a tientas la pierna de él, lo exploró, lo encontró, lo sintió revivir, crecer, suspirar de ansiedad, y su respiración de viejo se volvió pedregosa y difícil. Ella lo conocía: a partir de ese punto él iba a perder el dominio, se le desarticulaba la razón, quedaba a merced de ella, y no había de encontrar los caminos de regreso hasta no llegar al final. Lo fue llevando de la mano hasta la cama, como a un pobre ciego de la calle, y lo descuartizó presa por presa con una ternura maligna, le echó sal a su gusto, pimienta de olor, un diente de ajo, cebolla picada, el jugo de un limón, una hoja de laurel, hasta que lo tuvo sazonado en la fuente y el horno listo a la temperatura justa. No había nadie en la casa. Las sirvientas habían salido, y los albañiles y los carpinteros de la reconstrucción no trabajaban los sábados: tenían el mundo entero para ellos dos.
Pero él salió del éxtasis al borde del abismo, le apartó la mano, se incorporó, dijo con voz trémula:
- Cuidado, no tenemos cauchitos. [...]
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